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Érase que se era (3): Tertulias

Érase que se era aquel país que cuento, y donde había unos engendros que titulábanse “tertulias”. Las tertulias que decían no eran gavilanes roedores, ni escenas matritenses de espíritus románticos, ni siquiera tribunas para la mejora del idioma o del pensamiento. No, nada más lejos de cualquier realidad racional, eran espacios para un afamado debate entre «expertos», que a veces eran reputados políticos (dos veces putos) y otras veces trasmutaban en celebridades sin cuento, o incluso meros expertos de cualquier asunto propuesto.

Unas tertulias se amasaban en programas radiofónicos, y otras se distribuían a través de los distintos cables televisivos. Ciertamente se originaban por doquier secuelas de idéntico pelaje en espacios improvisados según las necesidades del guión, además de en las lúgubres redes intergalácticas.

Pues esas tertulias hay quien las consideraba un veneno, un verdadero producto cancerígeno que desbarataba el porvenir sensato de las mentes ciudadanas. Sin embargo, se habían hecho indispensables para la convivencia del reino, siendo de donde se alimentaban intelectual y políticamente súbditos y súbditas. Un surtidor ponzoñoso.

Lo cierto es que en las tertulias, hasta en las más cuerdas, se disparataba tantísimo que comenzaron a escribirse tratados que explicaran lo que allí ocurría. Tal era el conglomerado de mentiras y pasiones vulgares y mezquinas que habían erigido entre todos los protagonistas.

En ellas nadie escuchaba al otro, de manera que resultaba imposible aclarar nunca nada salvo que alguien por su cuenta buscara una explicación al permanente estado de confusión; cada uno se ofrecía especialista conocedor de absolutamente cualquier asunto que se tratara, tocado por la gracia de su respectivo dios; cada uno de ellos, llamados tertulianos por mor de su profesión arribista y beneficio ventajoso, representaban un aporte distinto perfectamente elegido del discurso único para el que estaban designados; todos cortados por el mismo rasero, rasurados o canosos, encanecían a la audiencia con su frenético corte de mangas al idioma y al sentido común. Se vejaban, se escarnecían, demostraban catetez desde el cateterismo de sys desalmadas intenciones.

Las tertulias del país que se era caracterizábanse por la arrogancia, la monotonía, la zafiedad, el desatino y, muy especialmente, la carencia del sentido del ridículo de lo que sus señorías hacían gala. Eran agresivos además de contumaces, así que unas opiniones se montaban unas a las otras sin el menor respeto ni educación. Es más, las tertulias de mayor éxito se conseguían azuzando enemigos históricos, alentando golpes bajos, provocando insultos, atacando injustificadamente al otro. O hablando para no decir nada, o lo contrario de lo que se pudiera creer, en piruetas cada vez menos edificantes de soliloquios imperturbables.

Sólo se ponían de acuerdo, y en ese extremo se complementaban magistralmente, como si estuvieran aleccionados, para atacar furibundamente a aquellos que ponían en cuestión el sistema existente. Ahí alcanzaban el sumun de la perfidia estentórea, del canibalismo más voraz y tribal.

Pero lo más grave era que ningún espectador (fuera oyente o televidente) se preguntaba por qué las susodichas tertulias habían nacido, crecido y ocupado todo el espacio radioeléctrico, si no fuera para bombardear lo que la corte fluvial del monarca precisaba introducir machaconamente en las mentes serviles, creando un eco de esquizofrenia entre lo que vivían y lo que oían o veían.

Y aún así, allí se expresaba públicamente lo que todos eran en el reino que se era. Mientras, la pestilencia se colaba malhumorada por todas las casas de las ciudades y pueblos, creando una atmósfera irrespirable. Sin embargo, cada vez aparecían más tertulias, ya se enseñaba tertulianismo en las facultades de políticas y de ciencias económicas, y se había creado una oficina de defensa de los tertulianos vencedores, que administraba sus finanzas desorbitadas y defendía sus derechos e intereses mentecatos.

Las tertulias, es una aseveración contrastada, se habían convertido en la columna vertebral de la sociedad de aquel país, y sus ecos reverberaban trasmitiendo la nueva ideología triunfal.

La ilustración es del banco de imágenes del Ministerio de Educación

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