(Los ejercicios en un taller se ponen a manera de provocación para que los participantes escriban; esa es para mi su fundamental misión, además de hacerles trabajar en crear un personaje, en desarrollar una historia, en escribir con distintas voces, etc. Por aquel primer motivo, cada participante se toma el ejercicio según le parezca, pudiendo, claro, dispararse en un relato propio que poco o nada tiene que ver al final con el enunciado. El motor de este relato de Alicia fue, tras un trabajo previo relacionado con la descripción de personajes, hacer una historia a partir del encuentro de dos personas en una estación).
Una gota de aguanieve
Cuando llegué era noche cerrada, la ventisca arreciaba y el sonido del coche, que se alejaba, desaparecía veloz como una gota de aguanieve deshaciéndose sobre un cristal. Estaba oscuro, ni un farol. La luna asomaba de cuando en cuando entre las nubes desvelando la presencia de un edificio de techumbre plana; de su frente, sobre una puerta cerrada a cal y canto, colgaba una bombilla; su halo de luz se proyectaba hacia abajo y apenas iluminaba un viejo cartel en el que se leía, difícilmente, la palabra “Trasmundo”.
Llueve, la intensa humedad que huelo y noto en el centro de mis huesos acentúa esta fragilidad que siento, tan poco soportable; completamente empapados los zapatos de ante marrón estrenados ayer con motivo de la invitación; nada he de hacer ni esperar; un sinsentido en el que he de permanecer, sin abrigo ni información, sin saber nada, con la única misión de cumplir una orden inapelable: «Usted vaya, y quédese ahí». Recorrer el andén de arriba abajo es cuanto me queda. Despacio. Queriendo consumir, a la vez que un cigarrillo un tiempo no marcado, una temporalidad no conocida. «Vaya, y quédese ahí», no pregunte, no diga nada, no plantee dudas, no responda, ni chiste.
Abrir o cerrar la boca, aquí eso da igual, nadie puede oírme, o eso creo; escucho el crujir de la hojarasca, una rama rota. Pese a la oscuridad, al espesor del sotobosque, veo asomar la cabeza de un venado adulto que me descubre y huye. Estoy solo, desterrado, y no las tengo todas conmigo; no soy como ella, tan etérea y pequeña que puede no hacerse notar, pasar desapercibida pese a controlarlo todo y no perderse detalle: su preferida; no en vano había sido notoria su participación en la Stasi aquellos ignominiosos días de los que tenemos prohibido hablar, obligados a guardar silencio; sin duda una mujer excepcional, apartada por una trampa tendida para quitársela de en medio de una vez por todas, tan molesta para tantos, su éxito tan aplaudido en los salones más frecuentados por la cúpula del partido.
Estoy solo y con un deseo, el mismo de hace un año, de ayer, de un minuto. Poco importa lo que ocurra en el mañana que sucederá inevitable a este día, cuando sepa por fin que hago aquí, cual es mi cometido en esta empresa gigantesca que nos tiene acorralados a muchos cuando empezó siendo la invención de un solo hombre, su sueño convertido en una resbalosa pista de hielo donde demostrar quién es el más intrépido, o hábil, o sagaz.
Voy y vengo, y, continúo caminando lentamente de un extremo a otro del andén, yendo y viniendo, porque nada apremia ni importa más que acercarme hasta su borde y liarme, pese al viento, otro cigarrillo. Miro a lo lejos buscando a través de la negra noche, hasta dónde la vista alcanza, en el vano intento de ver más allá, tras primera curva, en la cual se pierden las herrumbrosas vías, ahora sí, alumbradas por una luna que lo aprehende todo como una ventosa, también esas dos gruesas líneas forjadas en trabajados talleres a golpes de enormes martillos colgados de una soga que viene y va, al igual que yo a través de la noche, en este andén vacio en el que nada ocurre salvo el olor a bosque y el pasar de las nubes.
Oigo pasos a mi espalda, alguien que deduzco no pesa mucho, quizá una mujer calzada con tacón fino, tan poco apropiado como el mío. Una voz pronunciando mi nombre que es la tuya, “¡eres tú!”, pienso girándome para verte sin avanzar un paso mientras observo tu cuerpo, para que seas tú quién llegues enteramente a mí ya que has venido y eres lo último que esperaba en esta “perpetua” que me han adjudicado; no puedo ver tu cara, pero ya llegas; casi no has cambiado en estos años en los que te creí lejos de Europa, inmersa en aquel asunto en el que coincidimos y que creíamos terminaríamos juntos, pero no fue así, cuando me desvelaste aquello que llevabas guardado durante tanto tiempo, que en nada me sorprendió y esperaba, pese a no haber indicios; tú tan hábil, tan artista del secreto; aquello fue nuestra perdición, lo que nos debilitó al máximo y nos impidió hacerle frente como debíamos, como hubiéramos hecho si no nos hubiera carcomido la moral, a nosotros, tan expertos. Pero a nadie le importó salvo a nosotros mismos, algo tan definitivo, de tan alta relevancia para la seguridad de la nación; no supieron verlo, esos ineptos que solo escuchaban los mandatos del director y los ejecutaban sin dudar embolsándose las prebendas que ello les reportaba.
No sé cómo has llegado sin hacer ruido, “¿por qué te paras a un metro?”, intentas decirme algo pues lo veo en tus ojos tan abiertos. “No lo entiendo”, espero una señal que me diga cómo actuar, te lo dejo a ti, no quiero adelantarme y fallar, estarán observando tal vez; “¿por qué permaneces ahí clavada?”, pareces un poste, impertérrita, como si hubieras visto la muerte. «He de ser yo quien se mueva y vaya», pienso, pero la luna-ventosa agarra mis zapatos que ya no están mojados ni son de ante, son dos botas militares que están rotas, y tú no eres tú, eres una estatua de mármol con los labios pintados sobre la cual, ahora sí, cae la nieve como balines que arañan esa cara que no es tuya mientras un tren se acerca con su estruendo en la gélida noche, “¿lo oyes?”, viene pitando como si quisiera avisarnos con su entrada a través de las sombras de todos los caídos en esta lucha infame; ya viene; ya llega; sin aminorar la marcha cruza por delante batiéndonos como dos claras a punto de nieve, así está mi alma, inflada y débil, confundida.
Sigues ahí, vuelves a ser tú, lo veo bajo la capa de hielo que rodea tu cuerpo, tienes aún los ojos abiertos y despintados los labios, te has cortado el pelo y estás descalza, me pregunto por qué; ya puedo moverme, doy un paso al frente y alargo hacia ti mi mano, tiritas, no hay nada que nos separe, he de rodearte con mis brazos, sin apretar para no hacerte daño, tan indefensa, desnuda, porque estás en cueros y llevas zapatos de piel de pájaro, la boca tapada por una venda sucia de hollín, entonces deslizo mi mano por tus párpados y, cerrándote los ojos, rezo.
Qué hacer cuando todo ha pasado y tu ya no estás y yo sigo aquí en este lugar que dice ser «Trasmundo»; podría huir, pero estoy descalzo y sin ropa, me estoy helando, no siento los pies. Veo una luz sobre la colina que podría pertenecer a una casa que debe estar lejos, otra mayor se me viene encima, me alumbra de golpe, es un rayo de luz inmenso venido desde lo alto que ciega mis ojos y me derriba haciéndome caer vencido; vuelvo a escuchar el tren que avanza, «blis, blis, blis», susurran las vías; su potente faro se suma al espectáculo que ha de continuar pase lo que pase; ya no soy yo, soy un pelele de trapo apolillado que han abandonado a su suerte en un páramo que huele a nada, un cementerio en el que trinan los cuervos y aúllan las chicharras, un manicomio lleno de gente que deambula por interminables pasillos y no tienen rostro, se los ha borrado un buitre con pechos de mujer. Pero no pasa…, se ha detenido, ya no escucho su máquina, sólo serpientes que silban hallándose dormidas y a salvo en su guarida, no como yo que estoy al raso, sin la piel que se me ha caído a tiras, «sss sss sss», dice el viento. «¡No hables!». He perdido la lengua y los dientes, que no eran de trapo sino de hueso, ya no podré contar lo que nos mantuvo unidos.
Arrecia, de nuevo sobre mí el gran rayo de luz que quema, ahora lo noto mezclándose a su vez con una fina lluvia de agua fría que se deposita suavemente sobre las heridas abiertas en este cuerpo lacerado, con escaso alivio me levanto, parándome erguido en mis doloridos pies que vuelven a estar calzados, “blis, blis, blis”, lentamente el tren avanza y se detiene en el andén abriendo enseguida sus chirriantes puertas. Una multitud desciende en silencio sus escalones, hombres y mujeres vestidos de invierno que abren sus paraguas.
Alguien me ha vestido con un frac; miro hacia atrás buscándolo, hacia el lugar por donde he llegado, en el que ya no hay bosque, no, miro hacia delante y nada veo. “¡Plas, plas, plas!” no es el tren que se va, es un patio de butacas abarrotado, entonces, a mi espalda, tu voz repite tres veces «¡Bravo!».