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Ana Martín Machado de Dios

Cuenta el cumpleaños de una niña o de un niño pequeño que termina en una escena de terror.

¿Dónde está Elisa?

Los niños comenzaron a llegar sobre las cuatro de la tarde.

–¿Estás bien? – me preguntó solícito José.

–Sí, buf, estas cosas aún me agobian.

Era el cumpleaños de nuestra hija Elisa. Menuda, deliciosa, con sus sonrisas generosas a diestro y siniestro, no paraba quieta. Pensé en llamarle la atención, pero me pareció injusto. Al fin y al cabo, era su día, su momento.

–¡Laura, cielo, qué bueno verte! – El acento argentino me reveló, aunque se me había acercado por detrás, que se trataba de Elia, la madre de Martina. Me giré para abrazarla y saludar a la mejor amiga de mi hija. Desde muy pequeñas, las dos niñas mayores de la clase celebraban sus cumpleaños juntas. Esta vez habíamos acordado hacerlo en Micrópolix, una especie de ciudad en miniatura.

Martina parecía triste, y me pregunté por qué.

–Buenas tardes, Laura. ¿Cómo estás?

–Tú tan educada como siempre, mi niña. ¡Qué bien lo vais a pasar todas juntas de nuevo!

La mirada de la niña reflejó una gran perplejidad, pero Elia la abrazó y le susurró algo al oído. Supuse que preparaban alguna sorpresa para Elisa y no le di mayor importancia.

José llegó y me pasó un brazo por los hombros.

–Ven, Laura, vamos a saludar a los demás.

Le seguí dócilmente, aunque me horrorizaba la idea de saludar a los incontables invitados.

 

La mini-ciudad ocupaba dos plantas. En la planta baja estaba el hospital, que era el primer trabajo que Elisa y Martina habían escogido. Los monitores las habían ataviado, a ellas y a sus amigas, con batas de médico. Me emocionaba ver a Elisa, con su pelo rubio recogido en una coleta, mamá no puedo llevarlo suelto por un día, no hija, luego vas a estar incómoda, sólo un día mamá, que es mi cumple, pero al final había cedido y se había sentido reconfortada al ver que Martina también llevaba el pelo negro recogido, en su caso en una trenza, y allí estaban las dos, siempre juntas, cabeza con cabeza, observando la sala de recién nacidos, y yo me imaginaba a mi hija de mayor, cómo sería… Mi corazón se encogía al imaginarlo, sin saber muy bien por qué.

Después pasamos a la escuela de aviación, que estaba en la planta superior. Cambio de atuendo, mucho más serio esta vez. Una camiseta azul de raso con bandas blancas en los brazos y una gorra azul oscura con visera. El simulador de vuelo estaba muy logrado, pero la gorra le estaba grande a Elisa, le caía sobre los ojos. Además nunca se le habían dado bien los juegos de ordenador en los que hay que conducir o pilotar. Al poco rato se cansó y la vi susurrando en el oído de Martina, planificando un cambio de escenario. Martina se volvió hacia mí, y yo desvié la mirada, pues no quería que se sintieran mal. De repente me di cuenta de que estaba actuando como una madre sobre-protectora, una mamá gallina. Los demás padres, José incluido, estaban charlando sin preocuparse por sus hijos, al fin y al cabo era un sitio cerrado, protegido, o eso pensábamos al menos…

José había intentado varias veces que yo me uniera a las conversaciones de los adultos, pero yo prefería mirar a mi hija, mi niña, mi preciosa, lo único que yo tenía. Sin embargo, la mirada de Martina me hizo ver que ella y mi hija se podían sentir incómodas con mi excesiva atención.

Así que en el siguiente lugar al que pasamos no vigilé tan atentamente a Elisa. Error, gran error.

Fue en el supermercado. Les habían dado una lista de la compra y una cantidad de eurix, la moneda ficticia de la ciudad, con los que debían comprar los diferentes productos de la lista. Con la intención de disimular mi papel de madre gallina, me quedé mirando a otras invitadas del cumpleaños, que recorrían los pasillos con sus carritos en miniatura.

De repente, cuando quise buscar a Elisa, no la vi. Sentí un pánico alarmante subiendo desde mi estómago, quemando mi garganta, mientras mis pasos se aceleraban recorriendo el diminuto supermercado. ¿Dónde podía estar? No había muchos lugares en los que buscar.

Me puse una mano en el pecho y tomé aire. Me costaba respirar, pero con esa voz que no me pertenecía me pedí a mí misma calma, puede haber ido al baño, me dije, y no se le ha ocurrido avisarte. Así que seguí las señales que indicaban el camino a los aseos y entré en el de niñas, había varios ocupados, así que fingí estar retocándome el maquillaje mientras esperaba a que salieran, tan nerviosa que mis manos temblaban mientras sujetaban el pintalabios.

Cuando se abrió la última puerta y la que salió fue una niña pelirroja que yo no conocía, tuve que controlarme para no chillar desesperada. Mis sienes palpitaban y mi corazón era un caballo desbocado. Encontré como pude el camino de vuelta al supermercado y, al ver a Martina, no conseguí controlar el vértigo que me asfixiaba.

La agarré por los hombros y, de rodillas frente a ella, sin poder evitar las lágrimas que escapaban de mis ojos, la increpé: –¿Has visto a Elisa? ¡Dime que la has visto!

Martina abrió los ojos, levantando las cejas y frunciendo el ceño en una expresión de miedo inmenso y los suyos propios se llenaron también de lágrimas. Sacudió la cabeza de un lado para otro, miró más allá de mi hombro y, fijando sus pupilas en la persona que se encontraba detrás de mí se zafó de mis manos y salió corriendo. Yo me levanté rauda y me giré, y vi a la niña explicando a Elia con gestos frenéticos lo que fuera que había ocurrido. Me acerqué a ellas para escuchar lo que decían y me llegaron palabras sueltas:

–Elisa… no quiero… vámonos, mamá…

Levantando la voz, volví a increparla.

–¡Necesito saber dónde está mi hija!

El silencio sepulcral que acogió mis palabras me heló el corazón. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué nadie me explicaba dónde estaba Elisa?

 

Súbitamente, desde el pasillo de mi derecha vi a José que llegaba corriendo. Se paró junto a mí y me abrazó, alejándome de Martina y su madre.

Yo seguía sin entender nada, estaba aturdida y disgustada.

–José, nadie quiere decirme dónde está Elisa.

–Ven, Laura, ven conmigo. Vamos fuera a tomar el aire.

–¡No! –exclamé yo, forcejeando para soltarme. –¡Dime de una vez dónde está mi hija!

Nos paramos junto a una pared. José suspiró. Le miré, y me pareció verle por vez primera. Parecía muy cansado, con oscuras ojeras bajo los ojos. En su mirada había una tremenda tristeza, y otra cosa. Mis sienes palpitaban, y una diminuta parte de mí entendía lo que era esa otra cosa. Era lástima.

–Laura –la voz de José era casi un susurro –, Elisa no está. Ya no está con nosotros. Hace un año que la perdimos.

Y entonces fue como si una burbuja estallara, la burbuja que rodeaba mi consciencia. Al estallar, como la pared de una presa que mantuviera mis recuerdos a raya, afluyeron miles de imágenes mezcladas y confusas a mi mente. Un hospital, paredes blancas. Abrir los ojos, la cara preocupada de mi madre a un lado de la cama, la de José al otro. Cerrar los ojos. Una calle de San Fernando. Un paso de cebra. La mano de Elisa en la mía. Un coche se dirige hacia nosotras. Le hablo a Elisa. Espera, déjalo pasar. No te fíes nunca de los conductores. Elisa baila en su sitio. Y de repente, la embestida. Oscuridad.

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