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Enrique Domingo

Es 31 de diciembre, al caer la noche. Hay un adolescente en el paseo Marítimo de Almería, cerca de donde salen los barcos para Marruecos y de donde hay una noria y unas atracciones de feria. Construir un relato a partir de esa situación.

A continuación se irán añadiendo nuevos textos definitivos.

La noria

Miro el reloj. Faltan dos horas para fin de año. Llevo ya un buen rato paseando entre los puestos del paseo marítimo. Almería es una ciudad donde es raro ver caer la nieve, hace más viento que frio. Sé que es Navidad por estos tenderetes que conozco desde pequeño, el turrón de vuelta en las tiendas y las luces que engalanan la calle. Nada ha cambiado desde la época en que los Reyes Magos aún existían. Tampoco los anuncios de la televisión. El que sí ha cambiado soy yo, que ya no me hacen gracia las luces, los puestos, ni los anuncios.

Observo la noria. Es la misma en la que montaba todos los años con el abuelo. Las mismas cestitas desde las que veíamos el mar y los barcos del puerto. Él nunca me distraía con la Alcazaba ni trataba de distinguir nuestro bloque de pisos, sino que señalaba algún detalle de las embarcaciones y me explicaba su significado. Recuerdo el miedo a que se parara la cesta arriba del todo, pero tampoco olvido que era el mejor momento, el que nos hacía darnos la mano y hablar uno con el otro entusiasmados. Me decía que así debían sentirse los gavieros cuando trepaban por la jarcia de los antiguos barcos.

Ahora pienso que quizá a él también le asustaba. Y que quizá subía sólo por mí.

Dejo atrás la noria y los últimos puestos para bajar a la arena de la playa. La conozco bien. Casi podría decir que entre juegos, paseos y secretos la he compartido con el mar todos los días de mi vida. Elijo el lugar donde es más ancha. La bajamar me ayuda a alejarme lo suficiente del bullicio como para escuchar el familiar murmullo de las olas acariciando la arena. Vuelvo a sentir la voz del abuelo en la memoria: Cuando pase el tiempo te darás cuenta de que el mar, como un buen libro, de noche cambia de tono y te darás cuenta también, según vayas cumpliendo años, que cada día suena diferente. Chico: Yo no sé de pintura ni de música, por eso a veces me siento a contemplar y a escuchar lo que el mar me ofrece. O quizá también por eso leo. Porque son cosas que se parecen. Pienso, además, que no todas las personas tienen el don de darse cuenta de esto último. Pero creo que tú eres uno de ellos.

Vuelvo a mirar el reloj. Queda hora y media. Me siento en la arena. En casa ya habrán llegado los tíos, que estarán comentando lo bueno que es el vino que les habrá dado a probar mi padre. Y estarán las primas, seguro que vestidas igual. Mamá tendrá preparadas las uvas en los pequeños cuencos blancos que guarda en la estantería alta del recibidor, donde está la mejor vajilla, la que apenas usa. En el árbol todos habrán dejado los regalos del amigo invisible. Bueno, faltará el mío porque falto yo. Aun no lo he comprado. Allá atrás hay de todo. Con una bufanda o un gorro bastaría, al fin y al cabo me ha tocado mi tía. Qué más da, si sé que no le va a gustar.

Otro vistazo al reloj: una hora.

Me distrae la proa de un velero que asoma por la bocana del puerto. Dos mástiles, aunque no llega a los veinte metros de eslora. Gente rica, sin duda, pero no gente de mar, se han dejado el cabo del través de popa colgando por la borda. Navegan a motor, se les podría enredar en la hélice. Fondearán cerca para tomar las uvas. No les queda mucho tiempo, así que probablemente no izarán velas. Vuelvo a recordar: Chico: Nunca lleves a un barco de vela al mar si no le vas a dejar desplegar sus alas. Trato de distinguir más detalles de la embarcación, su nombre y matrícula, por ejemplo. El nombre es muy importante, porque todas las cosas que se pueden pilotar tienen alma, y todas, por tanto, merecen ser nombradas  adecuadamente, pero no lo consigo. Poco a poco voy perdiendo de vista sus luces de posición. Rojo a babor y verde a estribor más la blanca de alcance, como tres hermanas aupadas en el palo de la mayor.

Decido apagar el teléfono. Mando antes un whatsapp para que sepan que estoy bien sin dar mucha más información de lo que voy a hacer, pues ni yo mismo lo sé. Sigo sentado, mirando cómo el Mediterráneo rompe suave en las rocas del espigón y cómo la luz del faro gira pintando de luna el negro de la noche. Cuento mentalmente el tiempo que tarda en hacerlo. Son cinco destellos cada veinte segundos. Eso tampoco ha cambiado.

El mar está tranquilo. Yo también lo estoy. El viento no ha refrescado. Miro hacia el sur como si con mis ojos pudiera viajar hasta el otro gran continente. Nunca he estado en África. Creo que quien ama el mar no puede odiar el desierto. Desde donde estoy sólo hay noche, silencio y algo que se parece a la tristeza. Quizá en la arena del Sahara otra persona mira en mi dirección, pensando lo que yo pienso.

Ya no se distingue el velero. Me fijo en un mercante. Trato de calcular su rumbo, pero es difícil sólo con las luces. Por el ángulo que forman las del tope y las de costado creo que se dirige hacia el noreste, quizá a Cartagena.

Lo que no me cuesta es distinguir a Orión, el gran guerrero. Siempre me ha llamado la atención la diferencia de tono entre el blanco azulado de Rigel y el aspecto rojizo y cansado de Betelgeuse. Las dos son necesarias para formar algo tan bello como esa constelación. Pienso que el mundo podría ser el mismo de faltarle muchas de las cosas que cotidianamente lo conforman, pero no si desaparecieran ciertas estrellas. Noto que una sonrisa tenue se dibuja en mi cara por primera vez en lo que va de noche, pensando en la fácil asociación de ideas entre lo viejo y lo joven. Es extraño sonreír en silencio, aunque también más preciso. Me doy cuenta de que las últimas reflexiones son mías, no recuerdos del abuelo, y vuelvo a sonreír, no sé si más triste por no poder comentárselas.

Miro el reloj. Cuarenta minutos para las campanadas de Madrid. Me levanto y me dirijo a los puestos. Mientras me acerco a ellos pienso en la bufanda, en mi tía con ella en la mano y en su sonrisa forzada, la misma con la que me conminaba a no llorar cuando murió el abuelo, pidiéndome que no me disgustara porque era ley de vida. Que el diablo me lleve si me oigo alguna vez, de mayor, incrustándole esa frase en el cerebro a un chico de quince años. Y es esa imagen la que me dicta por fin lo que voy a hacer:

En una tienda de los chinos consigo que me vendan una botella de ron. Ya tengo lo más difícil, ahora me dirijo al puesto de libros recordando un título que vi hace unas horas mientras deambulaba por allí. Acelero el paso nervioso por si ya han cerrado. No es así y compro una edición de bolsillo de El viejo y el mar. Le pido al hombre del puesto que me lo envuelva para regalo junto a la botella de ron, si es tan amable. Y que de paso me dé la bolsa más grande que tenga. O mejor dos. El tipo me mira algo extrañado pero accede, quizá porque ve asomar los veinte euros que de chiripa encuentro arrugados en el bolsillo trasero de los vaqueros. Le compro también una cinta adhesiva de embalar y me dirijo con todo ello a un contenedor de plásticos. Rebusco hasta encontrar lo que quiero, una botella grande de agua mineral vacía pero con el tapón enroscado. Con todo ello me acerco al espigón del muelle y lo recorro hasta su final, donde empieza de verdad el mar.

Meto el ron y a Hemingway dentro de las bolsas y con la botella vacía y el precinto trato de hacer un flotador de forma que el conjunto sea lo más estanco posible.

Queda apenas un minuto para que acabe el año. Cuando son justo las doce, lo arrojo con la esperanza de que tarde en hundirse lo suficiente para que la corriente marina lo arrastre hasta alta mar, hasta donde está el abuelo.

 

Ruidos de un taxista solitario

No llevaban ni tres minutos follando cuando aquella mujer se puso a gritar como una loca. La sorpresa de Saúl se fue transformando en desconcierto a medida que los gritos se iban haciendo cada vez más estridentes.

– ¡Madre de Dios!, se va a enterar todo el hotel  –pensó mientras intentaba concentrarse en lo que estaba haciendo.

La había conocido el día anterior en unos de los pocos bares que abrían a diario en la zona donde vivía.  Pese al estruendo de la música, consiguieron hacerse entender lo suficiente como para intercambiarse los números de teléfono. Tras algo de esfuerzo lingüístico con los  whatsapp que se lanzaron a la mañana siguiente, habían acabado en la cama de aquel hotel de Madrid, después de una cena en la que apenas surgieron temas de conversación.

– ¡La madre que me parió! –pensó Saúl- Nos deben estar oyendo hasta los pasajeros del metro.

Intentó acabar lo antes posible con aquella situación de la única manera que justificara lo que había pagado por el precio de la noche y la cena.

–  ¿Pero te puedes callar?  –estuvo a punto de exclamar viendo que los desmesurados  gritos de ella ponían fin a la poca excitación que le quedaba. Procuró abstraerse pensando en otra cosa o incluso en otra persona. Pero fue inútil. Al poco le dijo:

– Chica, lo siento, no puedo seguir, ya lo ves.

Ella se calló, bajó de la cama, buscó su ropa y se vistió. Salió de la habitación sin despedirse y sin cerrar la puerta.

Saúl  se quedó tumbado y encendió un cigarro. Tenía ganas de ducharse, no porque hubiera sudado sino porque se sentía sucio; por cómo había acabado otra noche más, por ella, por él.  No recordaba ni el nombre de la persona con quien acababa de estar. Tampoco de cuándo había amado a alguien por última vez.

Pensó en volver a casa pero le daba pereza. Nadie lo esperaba y no le apetecía buscar el coche y conducir a esas horas. Se quedó un rato mirando el techo en busca de un sueño que tardaba en acudir.  Encendió la televisión, sin ningún otro objetivo que juguetear con el mando a distancia. Primero cambiando compulsivamente el canal. Luego, insatisfecho, bajando y subiendo el volumen del aparato, quizá aun trastornado por la extraña experiencia vivida con la mujer.

Cuando estaba cercano al volumen máximo, oyó golpes de queja desde la habitación de al lado. Trató de bajar el sonido, pero el mando no le respondió. Se levantó azorado y tras alcanzar el aparato en cuatro zancadas, pulsó el botón de apagado. Al volver hacia la cama, vio el bolso.

– Mierda, se lo ha dejado -pensó fastidiado por tener ahora la obligación moral de buscarla para devolvérselo.

Se tumbó de nuevo con el bolso de la chica en el regazo y paseó la vista por los objetos que contenía: un anillo que le hizo entender que estaba casada, un billetero con tarjetas, algo de dinero y unos pocos carnets. Un paquete de cleenex sin abrir, un lápiz de labios y el móvil. Sacó este último dejando el resto de cosas al pie de la cama. No necesitaba contraseña para poder acceder a sus funciones. Sin saber muy bien por qué lo hacía, marcó su propio número. En la pantalla del móvil de la chica apareció la palabra gimnasio.

-Así que eso era él para aquella mujer -pensó-. Algo con la misma importancia que un aparato para hacer abdominales. Como consecuencia de ello, su propio teléfono comenzó a sonar. Él ni se había molestado en asignarle un nombre a los nueve números que mostraba la pantalla.

Pulsó la opción imágenes. No había muchas, unas veinte o treinta.  En casi todas las primeras  aparecía un niño de unos diez años y un señor de edad parecida a la de ella. El niño casi nunca sonreía. El padre, pues dedujo que se trataba de su familia, tampoco. Además nunca miraba a la cámara, sus ojos parecían rehuir los de la persona que hacía la foto. Continuó pasándolas y comprobó extrañado cómo aquellas personas  iban apareciendo cada vez menos. En su lugar se encontró con imágenes de edificios de Madrid. Edificios altos: el de Telefónica en la Gran Vía, Torre España, el Fnac de Callao… las últimas diez o doce fotos eran del Viaducto: Primeros planos, fotografías sacadas desde lejos, algunas tomadas de noche y otras a pleno sol. Las tres últimas estaban hechas desde arriba mostrando el vacío. En esos momentos Saúl sentía ya una gran desazón cuyo origen desconocía. Miró durante un buen rato la última fotografía. No se veía a nadie, sólo el asfalto de la calle Segovia cuarenta metros más abajo. Era como si hubiera querido retratar el aire. Incluso tumbado en la cama de aquel hotel, sufrió un pequeño ataque de vértigo. Entonces comprendió. Los gritos que la chica dejó escapar hacía tan poco tiempo no eran de placer. Había sido un imbécil pensando que pese al desvarío, eran provocados por su habilidad sexual. Todo lo contrario. Eran de desesperación y miedo. Eran gritos de soledad.

Se vistió todo lo rápido que pudo y bajó las siete plantas por la escalera como si el edificio estuviera en llamas. Cruzó el hall de recepción perseguido por la nada amistosa mirada del recepcionista y salió a la calle. Había aparcado lejos y se sentía demasiado confuso como para encontrar su coche. Por fortuna, enfrente había un solitario taxista haciendo guardia.

-Al Viaducto, por favor. ¡Y dese toda la prisa que pueda, por Dios!

Llegaron en cinco minutos. A través de la ventana del automóvil, vislumbró su figura encima del puente, diminuta y azotada por el viento como un mascarón de proa. Hay que distraerla, pensó aterrorizado por la posibilidad de que se arrojara antes de que pudiera subir a ayudarla.

-Tome, veinte de la carrera y otros treinta si monta un buen estruendo, dijo Saúl lanzándole al taxista un billete de 50 euros.

– ¿Cómo?

– ¿No me ha oído? ¡Toque el claxon, ponga a tope la radio o súbase al techo del taxi y cante, pero hágase notar, cojones! -le gritó mientras corría ya escaleras arriba.

Pese a la velocidad con que subió, ella podría haber saltado, pero permaneció quieta observando como él llegaba con los pulmones al rojo vivo. Bajó muy despacio del resalte y se abandonó en sus brazos.

Lloraron hasta que sus lágrimas ahogaron el murmullo de una ciudad acostumbrada al ruido.

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