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Silvia Rus

Estrategia

Cuando el despertador comienza a sonar, abro los ojos pero permanezco inmóvil.

Tras eternos segundos, Helmut silencia de un manotazo el artilugio. No será el único que reciba en los próximos sesenta minutos, el pobre es de repetición, aunque puede evitarse con un simple gesto: bajar una palanquita, algo que él no está preparado para ejecutar .

Durante ese tiempo el niño se despierta, llora, mis nervios se tensan. Hasta que decido sacarlo de la cuna y hacerle un hueco a mi lado.

Después de casi un cuarto de hora de sonidos estridentes, manotazos y lloros, Helmut termina por levantarse.

Se dirige a la ducha, abre el grifo del agua caliente y vuelve a buscar la ropa.

Para colmo enciende la luz, de manera que el ciclo se repite; el niño se despierta, llora, mis nervios, antes tensos, ahora parecen cuerdas de guitarra.

– ¡Pobre! -me digo-, no pretenderás que encuentre algo a oscuras ¿Verdad? -grita intuyendo mi queja-¡Por supuesto que no! ¡Como se me ocurre! Teniendo en cuenta que en la habitación duerme un bebé ¿Como se le puede ocurrir a alguien dejar la ropa dispuesta la noche anterior?.

Por fin se encierra en el baño, eso nos permitirá un paréntesis de tranquilidad hasta el segundo asalto.

Como el niño sigue berreando, le enchufo el biberón, que afortunadamente tengo preparado en la mesilla de noche, lo cambio y aún nos queda tiempo para dar una cabezadita.

¡No! ¡El despertador! Se le olvidó apagarlo. Me dan ganas de lanzarlo por la ventana, en el preciso instante en que aparece Helmut, envuelto en su albornoz blanco, cual cruzado, dispuesto a defendernos de los aullidos del endemoniado mecanismo.

En su aforado rescate no enciende la luz y tropieza con la pata de la cama… Y el Caballero desaparece, dando paso al energúmeno que lleva dentro, cojeando y lanzando maldiciones, para llegar al lugar de donde surgen los timbrazos, y silenciarlos bruscamente.

Aún no ha entrado en la ducha pero el grifo sigue soltando agua caliente.

Pasada un buen rato, sale del cuarto de baño, aunque a juzgar por el vapor que emerge al abrir la puerta, más bien parece salir de un truco de prestidigitación.

Al dejar la persiana subida, la claridad del día ha entrado por la ventana.

Cuando se sienta para vestirse zarandea la cama, que de lecho de paz y sosiego, se ha convertido en castillo inflable de feria, y comienza a irritarse.

– ¡Mírala, ahí sigue, durmiendo como si tal cosa!

Y llega el glorioso momento camisa.

Me revuelvo como si cambiara de postura, pero en realidad me coloco para observarlo sin que me descubra.

Lejos quedaron aquellas mañanas en las que levantarnos juntos era una delicia. Cuando preparaba el desayuno para los dos, mientras él se duchaba y organizaba el nuevo día.

Así fue durante quince años, poco a poco dejaron de agradarle esos momentos, y se convirtieron en una carga. De un sorbo se bebía el café y salía por la puerta; a veces, incluso le acompañaba al ascensor para recoger la taza.

¿Por que ya no hablábamos? ¿Por qué rehuye mi mirada?

Abre el armario, echa un vistazo…

– ¡Mierda! ¡Mi camisa! ¡No está mi camisa!

Mientras sube el tono de voz, vuelve a encender la luz. En esta ocasión y gracias al biberón, el niño no se despierta.

Malhumorado comienza a arrastrar las perchas colgadas en la barra. De un lado a otro. En sentido contrario. Todas juntas. De una en una.

No podrá vestirse, porque no está la que necesita.

– ¡Y precisamente hoy!

Busca en  el tendedero, después en la cesta de planchar. Satisfecho de haber encontrado un motivo para su bronca matutina, se acerca y me dice:

– Viki ¿Donde coño está mi camisa?

– ¿Que ocurre, te pasa algo? -le pregunto haciéndome la dormida.

– ¿Que me va a pasar? ¡Que mi camisa no está!

– ¿Que camisa?

– ¿Cual va a ser? ¡La blanca!

Me incorporo, miro al armario que abierto de par en par  deja en evidencia las camisas vapuleadas por el trasiego.

– ¡Pero si están todas ahí delante!

– ¡No, todas no, falta la blanca!

– Mira bien, todas están limpias y planchadas. ¿Veinte camisas, ocho blancas y ninguna te sirve?

Me levanto, mientras él, con actitud desafiante permanece a mi lado.

Lentamente las voy pasando una a una y …

– ¡Toma, aquí tienes tu dichosa camisa!

– ¡Pero, no puede ser! Yo la he buscado -comenta desarmado.

Es mi momento de gloria, Desde el primer instante que sonó el despertador lo he estado esperando. la echo sobre la cama y vuelvo a acostarme.

No sé que ocurre últimamente, pero las camisas, los pantalones, y en general la ropa se extravía con bastante frecuencia.

Nos damos un beso de despedida con mis mejores deseos de «tanta paz lleves como descanso dejas».

Y mientras se aleja a la cocina, murmura.

– Ya se me ha hecho tarde, y encima, tengo que hacerme el café.

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