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Los escritores, esa cosa

Creo que fue a mis trece años cuando comencé lo que llamé una novela, provocado por mi primer amor y, seguramente, por mis genes. Era verano en Santesteban, un delicioso pueblo de Navarra donde mi padre hacía trabajo de campo como topógrafo. Una pasión adolescente aquella, una relación no consumada, puede que por impericia, o sencillamente porque no tocaba, pero que logró una amistad de años que aún recuerdo con cariño, y mi fatal entrada en la escritura, mundo del que ya no me he zafado, haya sido como periodista, o como escritor propiamente dicho.

La pasión se consolidaba creciendo, al margen de “hacerme una vida”, de “buscarme las habichuelas”, de mi trabajo, siempre tratando de conciliar los dos ámbitos, el de la supervivencia y el de mi pasión, mucho más fácil el primero en la faceta periodística.

Desde mi experiencia quiero reflexionar sobre el lugar que ocupa el oficio de escritor en la sociedad, más allá de reivindicaciones humanitarias, como la de que no nos robe el estado cuando cobramos una pensión o una jubilación y dan un premio a uno o cobra derechos de autor otro, por ejemplo; una batalla en la que están liados las asociaciones y entidades de gestión de los creadores.

Las organizaciones en torno a las que determinados hombres y mujeres se reúnen corporativamente, si es que se puede hablar de “cuerpo profesional” en el caso de escritores (no lo digo porque no sea una profesión, que lo es, si no a las características generalmente egoístas y solitarias de los que la encarnan), se han creado para defender derechos económicos y conquistar alguna que otra dádiva para aliviar situaciones de dependencia (CEDRO), para apañarse ayudas al colectivo, que se reparten entre los más cercanos, ademas de cultivar cierta sensación de pertenencia al mismo (ACE), para relacionarse internacionalmente (PEN Club y otras), amén de asociaciones y clubes con tufillo a lo que representan ciertas figuras en torno a las que se establecen, cuando no directamente creadas como negocio de servicios para los no profesionales. Y no sé qué más. Pero nadie, colectivamente, ha ido al meollo de nuestra realidad, ni ha existido el menor intento, y parece imposible que exista dar carta de naturaleza normalizada a lo que ni siquiera se considera un sector productivo, en un mundo donde exclusivamente lo que produce valor de cambio se considera.

Porque lo que se dice por el común de los mortales es “allá aquel” envenenado por el virus de la creación, que se las “apañe como buenamente pueda”; si no es capaz de hacer algo útil, «que se pudra». No hay nada que más le acierte que la imagen de tuberculoso cuyos días se apagan miserablemente, tras hacer tal vez su obra cumbre, en la buhardilla de un barrio bohemio y multirracial de cualquier ciudad del mundo, ayudado conmiserativamente por una antigua amante o por aquel mecenas que no ha dejado de creer en él, o de tenerle cariño.

Aunque clame en el desierto porque hemos hecho una sociedad cruel, despiadada y fanática y los escritores fuéramos seres arrogantes y estúpidos como para despreciarnos a nosotros mismos, yo me rebelo contra ese estado de cosas, y grito.

Nuestro mundo civilizado niega la creación (porque donde pone escritor pon cualquier otra actividad creativa: escultor, pintor, fotógrafo, músico). Tú puedes dedicarte a cualquier cosa, decidir cuando eres joven ser ingeniero o deportista, mecánico o empresario, incluso político, porque todo va a tener su recompensa, es decir, va a permitir que establezcas tu vida. Pero es inútil y absurdo querer ser escritor. Porque eso sólo lo vas a poder hacer en tus ratos libres, durante el tiempo extra que te deje una verdadera ocupación. Cada vez peor cuando la enseñanza se dirige vertiginosamente a un formación nada humanista, nada creadora, sino al servicio exclusivo de las empresas que te van a contratar en el futuro; y cuando la sociedad en su conjunto es puramente mercantilista.

Es cierto que algunos viven de la literatura, aunque a lo de escribir sumen cumplir con otros papeles colaterales, como bolos de charlas, jurados, colaboraciones, traducciones, etc. Porque la abrumadora mayoría de los escritores están, o estamos, dependiendo para vivir de cualquier otra cosa que no sea la escritura.

En esta sociedad no se puede vivir de la escritura, a no ser que hayas tenido suerte, buenos padrinos, hayas perseverado en cócteles y ceremonias varias, hayas interesado por algo extraliterario a cierto medio, los que se han sabido vender, los que han conectado con los instintos con los que se bombardea al individuo desde todas partes, etc. Incluso porque hayas escrito un texto deslumbrante, y quizás… y no necesariamente, ni mucho menos, por su calidad.

Una persona, en esta sociedad, puede ser lo que sea, excepto creador. Porque la sociedad manifiesta, de mil maneras, un repudio cruel hacia la dedicación artística. En la misma línea está lo de acceso libre y gratuito a la creación. Libre sí, claro. ¿Pero gratuito? ¿De dónde nace esa canallada? Eso quiere expresar que los creadores no se merecen vivir como los demás mortales, que su esfuerzo, si lo es, es altruista.

Y eso es lo que los creadores tendríamos que combatir. No sólo guerreando contra algunas medidas concretas como hacen las asociaciones y las entidades de gestión (aunque menos mal que lo hacen, gracias por eso). Combatiendo a esos gobiernos, a ese estado y a esa sociedad que no nos quiere, que nos desprecia, que no nos considera dentro del mundo.

Y desde luego no es que quiera ser como ellos, que desde luego que no. Pero si contar con las mismas opciones, con los mismos derechos, y para eso apenas hay que cambiar esta sociedad, y hacerla humana. Nada más que eso.

Siempre lo digo, Simpson me dio la clave: el escritor es aquel ser multiplicado por cero. Así nos va.

8 comentarios en «Los escritores, esa cosa»

  1. Si os cuento(no, no es un cuento) Un aficionado a la escritura, conocía y adiraba a una gran escritora. Emilia Pardo Bazán.Este señor, escribió un libro. A instancias de su mujer, acudió hasta la puerta del domicilio de Pardo Bazán confiando en su ayuda. El hombre, tímdo, no llamó al timbre. Avergonzado volvió a su casa. Toda su vida fue rechazado por su esposa. Ella creía que podían ser millonarios y él sólo era un obrero.

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