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Nos quedamos sin memoria

Emoción imprevista. Paseo por el casco antiguo de Zafra, precioso, vengo de detenerme en las plazas, Chica y Grande. Aquí nació Dulce Chacón. Ante el aroma de un cortado que me vuela a otros momentos serenos de mi historia, reflexiono sobre la paulatina desaparición del ser humano y de lo que él fabrica. Inexorable proceso de modificación destinado a conducirlo todo a la muerte, y que en estos tiempos sufre un acelerón vertiginoso. Aunque tal vez sólo sea mi percepción.

Vengo aquí para conducir un curso-taller de escritura creativa, para escribir de mi querido café Comercial de Madrid. Supe de su cierre definitivo confiando en que se superara el trance, como ya lo hiciera hace unos pocos años. Pero en la primera vez que pasé por la glorieta de Bilbao, hace apenas dos o tres semanas, me asomé y lo vi enterrado tras carteles que impiden distinguir lo que fue y ya nunca será.

La primera vez que entrevisté a Lluís Llach, instante del que guardo una foto, lo hice en los peldaños de Santa María del mar, tras esperar que terminara una grabación en la mítica Zeleste, una sala que pasó entonces a convertirse en uno de los espacios de mi educación sentimental, como aseguraría Vázquez Montalbán. Luego lo cambiaron de sitio, era un espacio tal vez más idóneo para conciertos, pero ya no fue el mismo, con sus sillones, sus distintos espacios, su cutrez, su calidez, su bohemia. Y muchas ciudades de España las reconocía por algún local especial, además de por ciertos rincones, y desde luego siempre amigos.

Lo mismo le pasará a mucha gente de fuera de Madrid, de una época determinada, que cuando regresan si se les ocurriera acordarse del Elígeme, no lo hallarían. El Elígeme, un buen pedazo de mi vida, fue víctima de políticos trogloditas.

Un grupo de estudiantes hacíamos una tertulia político poética en el café Viena, de la que habló Miguel Bayón en el Informaciones. Sería en el 71 del siglo pasado, o en el 72, hasta que me casé para huir a Alemania. Luego lo convirtieron en un local pijo y elegante que nada tenía que ver con su ancestro,.

Y el Lión, el Inglés, el Universal, ¿existe el Avión como estaba cuando Ricardo Cantalapiedra lo frecuentaba para comer pipas y escuchar a aquel fantástico pianista con el que llegó a actuar en el Elígeme transustanciado en Rocky Bolero?, la cafetería de Correos, aquel Oliver que ya no es…

Lo que ocurre con ese devenir, cada vez más transitorio, es que la sociedad se va quedando sin referentes históricos. Claro que no me refiero sólo a cafés, a locales, sino a edificios, a la configuración de algunas calles y, finalmente, de las propias ciudades. Y se va construyendo una nueva idiosincrasia. Afortunadamente, no todos los países actúan de la misma manera, y desde luego no todos con más respeto al pasado que en España.

En el edificio donde nació Dulce han colocado una placa para recordarla, en la esquina de la calle Pasteleros con la Plaza Grande. Ahora es un restaurante y cafetería. Al menos de momento también dentro hay un rincón, expresamente iluminado, con su nombre y tres ejemplares de sus novelas. El Rincón de Dulce Chacón, su memoria.

Dulce Chacón web

Al salir vuelvo a mirar el edificio “donde nació Dulce” y me acuerdo de la historia que usaba Neal Ascherson para desprestigiar cierto sentido maléfico de la tradición. Explicaba un campesino, enseñando orgulloso el hacha de su abuelo, a la que su padre le había cambiado el mango y él le había cambiado la hoja. Si, absurdo, pero le permitía seguir teniendo la memoria de su abuelo presente. No perdamos lo que fuimos, sigamos teniendo motivos para acordarnos del abuelo y de nosotros mismos.

Sí, nostalgia. Con la comprensión de que la vida sigue evolucionando. Pero en mucho de lo que se pierde se nos va un poco de nosotros, igual que cuando desaparecen seres queridos, amigos.

Y algunas pérdidas, son desgarros. Me toca buscarme otro sitio en Madrid donde poder escribir con un cortado, donde quedar a conversar con los amigos. De ese Madrid que ya no es el Madrid que fue, ni el Madrid que será.

Ahora bien, entonces fue la misma casa donde nació su hermana gemela, Inma. ¿No hay un recuerdito para ella, aunque siga viva y escribiendo espléndidamente? Porque los recuerdos no deben ser solo de tiempo, sino de espacio. ¿Nos tenemos que morir para ya ser tan eternos como dura la memoria, que ya sabemos frágil?

Pero me he ido del hilo, aunque en realidad no quería decir nada especial, sino acordarme de algunos detalles, tal vez porque todo está ligado, en Zafra, esta mañana que anticipa el invierno que llega.

16 comentarios en «Nos quedamos sin memoria»

  1. Sí, como dice Sabina, no debemos tratar de volver al lugar en que fuimos felices (inútil conseja por lo demás puesto que seguiremos yendo)En cambio los no lugares, como nos enseñó Marc Augé,como no son identitarios, no parecen implicar amenaza alguna (craso error, como se verá)Hay un café en Santiago de Compostela que se llama el Derby; siempre me recordó al Comercial -como ocurre en éste, los camareros envejecen tan lentamente como las paredes del local y el mobiliario- Para mi no hay diferencia entre empujar los picaportes dorados de las puertas giratorias del Derby y enredarme en el destartalado molinillo de mala madera y cristal siempre empañado del Comercial. No he vuelto a aquella ciudad de espejo ni a esa esquina gris y cálida de la Glorieta de Bilbao. Me da miedo que al embocar la Rua da Fonte de San Antonio o la calle de Fuencarral, entre en realidad en un agujero de gusano que me traslade a ninguna parte. Por eso, sobre el Derby y el Comercial sigo hablando en presente.

  2. Mis recuerdos son más sencillos pero igualmente entrañables. Esos recuerdos a los que se acude en las horas tristes de nuestra existencia.
    El balcón de Tribulete hasta el que llegaban los acordes de una gaita los sábados por la noche a través de las ruínas de Las Escuelas Pías.
    La chapa del sótano del mercado San Fernando, frente al balcón de mi casa, cuando los rezagados del sábado se paraban a cantar y bailar flamenco: «Cante jondo, hija,cante jondo» que diría mi madre.

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