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Carmen Abenza

Hacer un relato partiendo de la frase: «El teléfono sonó de madrugada».

El secreto de Armando

El teléfono sonó de madrugada. Armando saltó de la cama, aturdido, sin acertar a coger el auricular. ¿Dónde estaba emplazado? ¿Dónde se encontraba? Miró a su derredor. Poco había que mirar.

La habitación, de paredes lisas forradas de madera barnizada, desnudas, sin puertas ni ventanas, sin mueble alguno.

El teléfono continuaba sonando.

-¿Cómo he llegado aquí? ¿Dónde está mi ropa? -murmuró en voz alta- Y el maldito aparato que no cesa de… -saltó a tiempo. La cama se cerró de repente desapareciendo de su vista.

Pasó la mano por la pared buscando algún saliente o resorte que la activara de nuevo, o el teléfono o… algo, lo que fuera, pero encontrar vida en aquella caja de madera donde se encontraba sin saber cómo ni de qué forma.

Agotado, se recostó en la pared y el teléfono apareció sobre un pequeño soporte:

-¡Diga! -gritó- ¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí? ¿A qué está jugando? -una voz desconocida para Armando, respondió:

– Asómate a la ventana. Contempla tu pueblo. Se ve el Ayuntamiento, la Asociación  y más allá…

-¡Aquí no hay ventanas! -gritó al tiempo que ésta se destacaba entre las paredes lisas, triangular, diminuta, de apenas centímetros.

Intentó abrir la ventana. No presentaba falleba ni resorte alguno. Miró con curiosidad. Daba a un callejón lleno de cubos de basura en los que husmeaba un viejo perro canela acompañando a un anciano que empuñaba un pequeño aparato; estaba de pie con los ojos fijos en él.

-¿No sabes quién soy? ¿No sabes qué quiero de ti? Haz memoria, carcelero. -calló la voz.

Desapareció el teléfono. Desapareció la ventana.

¿Quién conocía su secreto?

Armando, el carcelero, lloró desconsoladamente junto a un maletín lleno de billetes y cuentas bancarias de antiguos pensionistas, residentes a su cargo que, no sabía cómo, había brotado del suelo.

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