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Merche Reyna

Contar una escena, una historia en la que el protagonista sea un cleptómano

El ladrón de sueños

No recuerda cuándo ni dónde empezó a darse cuenta de que podía leer las mentes de las personas cuando se cruzaba con ellas: “Hoy se lo digo, se lo digo pase lo que pase, no te voy a permitir que me trates como a una idiota”, pensaba volviendo la cabeza mientras escrutaba a la jovencita con la que acababa de cruzarse, «Dios mío cómo le quiero. Si me lo pide;  esta noche dejo a mi marido. Le dejo. Si es que ya no le aguanto”.

“Voy a robarle algunas pelillas a mi madre”, ese era el pensamiento de un adolescente parado en el semáforo de la siguiente calle.

Lo más divertido fue cuando sus padres le enviaron a esos campamentos en Gredos. Podía ver y escuchar cada noche veinte sueños; por lo menos, uno por cada compañero con los que compartía la extensa habitación, llena de literas y camas plegables.

Fue en ese momento cuando supo lo que quería hacer con su vida: robaría los sueños y los pensamientos de otras personas. Cuando los profesores estuvieran en clase redactando los exámenes, se apoderaría de los resultados. Ya no tendría problemas con las chicas, porque se adelantaría a sus desplantes y no tendría que estar dando pasos en falso, ni hacer el ridículo.

Se especializó en maniobrar e imponer sus ideales.

Pasaron los años y empezó a sentirse muy cansado, cuanto más se apoderaba de los pensamientos y sueños de las personas, más fatigado y aburrido se sentía, pero ya no era capaz de evitarlo, tanto era así, que ya apenas dormía y los días se le hacían un calvario.

Cuando se levantaba y se miraba al espejo para afeitarse apenas se reconocía: los ojos hundidos y tristes, la tez pálida y arrugada, el pelo lacio y empobrecido. Ya no sabía quién era, y los recuerdos propios se confundían con los robados.

Un día decidió que era el momento de parar todo aquello y se fue a la comisaría de su barrio: entró con decisión y pidió una entrevista con un agente.

– Buenos días, señor, vengo a denunciarme. Soy  un ladrón, un malhechor y un cobarde.

El policía le miró con escepticismo y le preguntó:

– ¿En qué se concretan sus robos?

– Me dedico a robar los pensamientos y sueños de las personas y por más que lo intento no consigo controlarme.

El agente con cara de mala leche le contestó:

– Usted es tonto o me quiere tomar el pelo. Mire, si en diez segundos no desaparece de mi vista, le pongo una multa por idiota y por pretender burlarse de  las fuerzas del orden.

Lo intentó todo: las terapias, los tratamientos médicos más estrafalarios, las consultas a médiums, las cartas del Tarot, la hipnosis. Se dedicó durante años a realizar los mayores disparates que apenas aliviaban su dolor durante unas horas. Cada vez se aislaba más y más. Tomaba pastillas para todo tipo de síntomas, pero nada. Incluso cuando encendía la televisión para ver los noticiarios, las imágenes se confundían con los pensamientos de los reporteros. Una tarde decidió acabar con esa condena y tomó la decisión de suicidarse, se sentó en la cama y se tomó todas las pastillas para dormir que quedaban en el tubo, pero sólo consiguió pasar unas horas en el hospital mientras le practicaban un lavado de estómago.

No sabía cómo salir de ese bucle hasta que una mañana, después de levantarse agotado porque llevaba meses sin saber lo que era conciliar el sueño, decidió salir a la calle y comenzar una nueva vida: lo primero que haría sería desayunar en la terraza de su cafetería preferida, luego iría a pasear al Retiro y después de una buena comida, pasaría la tarde viendo una película. «Se acabaron los malos rollos, que pase lo que Dios quiera pero yo tengo que vivir». Al salir al portal y cruzarse con el portero escuchó la primera frase que le impactó: “Vaya, no está muerto el estúpido del tercero, qué pena, total para lo que vale”. Volvió la cabeza y le miró con cara de odio, y volvió a escuchar: “Vaya, no está muerto el estúpido del tercero, qué pena, total para lo que vale”. «¿Será posible?, repite varias veces las mismas estupideces».

Al llegar al parque del Retiro, comprobó realmente lo que estaba pasando: cada persona con la que se cruzaba y le robaba los pensamientos. Luego… luego… él se los volvía a robar a sí mismo ¡se había convertido en el ladrón de sus propios pensamientos y de sus propios sueños!

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