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Nuria Fernández

Relato escrito escuchando música de Miles Davis. El ejercicio es duro, cada uno tiene que sacar lo que lleva dentro, luego hay que revisarlo, hasta convertir algo surgido espontáneo, en un relato.

El Espejo

Isabel se sentó en el taburete de la cocina a beberse su primer café del día, no le gustaba endulzarlo con nada desde que él la abandonó. Miró el calendario que colgaba de la pared y se sorprendió, ya había pasado un año desde que decidió que sus desayunos fueran tan amargos como la despedida de Gustavo.

Cuando acabó el café se dirigió al baño para encontrarse con ese espejo que le hacía volver a su pesadilla todas las mañanas. Se miró en él y de nuevo encontró ese rostro tan maltratado por noches sin dormir y exceso de alcohol.

Ese día algo había cambiado, ¿por qué?, no lo sabía, probablemente por ese calendario que le había recordado su último año. Hizo un gran esfuerzo para volver a mirarse y empezó a ordenar acontecimientos. Su espejo se convirtió en un proyector de imágenes:

Volvió a ver a Gustavo envuelto en sangre, la ambulancia, la guardia civil, las preguntas, su desmayo.  Y todos los vecinos a su lado, apoyándola. Isabel no encontró ninguna nota, sólo preguntas sin respuesta.

Ahí fue cuando empezó a no dormir y a frecuentar el bar. La costumbre acabó siendo  necesidad y la necesidad hábito. Pasó por muchas fases, quizá la primera fue la mejor, ella se relajaba y daba rienda suelta a las lágrimas, así encontraba consuelo fácil y anestesiaba sus sentimientos; con el tiempo el llanto se fue convirtiendo en enfado y esos que la consolaban acabaron evitándola, una conversación con ella siempre acababa en discusión. Al final el enfado se convirtió en ira contra todos, contra aquellos que la miraban de reojo, los que murmuraban a su paso, los que se callaban cuando ella llegaba. El pueblo siempre había sido así, Isabel intentaba ignorar habladurías, no le daba importancia, hasta que no pudo más y se marchó a la ciudad. Sólo se llevó el espejo dónde ahora se estaba mirando.

Pasó todo el día entre dormitar y leer. Cuando vio que las farolas se encendían salió a la calle, el día había caído, como su ánimo, pero sabía lo que necesitaba.  Cruzó la calle y entró.

El bar estaba oscuro, olía a madera húmeda y desinfectante. Mientras se iba acostumbrando a la falta de luz empezó a sentir la música de fondo, muy baja. Sí, sonaba igual, tenía el mismo toque de tristeza que las canciones que tocaba Gustavo cuando estaba deprimido.

No había podido salvarle, no supo hacerlo mejor; al final se distanció de ella, le decía que no quería arrastrarla a su abismo y que lo que más le había gustado cuando la conoció eran sus ganas de vivir.

El camarero ya le había servido la copa. Antes de dar el primer trago le pidió que subiera la música, estaban solos. Se concentró en el sonido del saxo y pensó que sonaba tan aciago e infeliz como la vida de Gustavo; recordó cuantas veces le había dicho que vivía gracias a ella y a su vitalidad, pero que eso no sería eterno; entonces ella se reía y le decía que tenía pilas suficientes para que los dos pudieran vivir muchas vidas. Pero él tenía razón, al final se le agotaron. Se oyeron las últimas notas de la canción y lo vio con claridad: no había dejado carta porque no era necesario, Gustavo quería que Isabel volviera a sonreír.

Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas, mientras, el hielo se derretía dentro del vaso. Si era capaz de perdonarse, también era capaz de dejar de beber.

Isabel subió a casa, rompió el espejo en mil pedazos y se metió en la cama.  Lo último que pensó antes de dormirse es que tenía que comprar azúcar, ya no quería más café amargo.

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